El mero oportunismo político alienta un cambio innecesario, rigorista y desequilibrado
La nueva reforma del Código Penal impulsada por el Partido Popular constituye un nuevo y magnífico ejemplo de la legislación penal compulsiva que padecemos desde hace algo más de quince años. Con ella, el nuevo Código Penal de 1995 habrá sido sustancialmente modificado en veinticinco ocasiones, a un promedio de una reforma y media por año. Será además una de las más ambiciosas, como las varias que tuvieron lugar en 2003 y 2010.
Sin embargo, no parece que existan necesidades político-criminales nuevas que aconsejen introducir doscientas modificaciones legislativas en un código que tiene 639 artículos, cuando en la reforma de 2010, de cuya entrada en vigor aún no han transcurrido 28 meses, se procedió a realizar 169 modificaciones. Ni se han podido valorar aún los efectos de la reforma de 2010 ni se han producido cambios significativos en nuestra realidad delictiva.
Las tasas de delincuencia presentan un perfil estable, con tendencia a la baja, desde hace más de diez años. Tampoco es aconsejable presionar al alza a un sistema penitenciario que se encuentra a la cabeza de Europa occidental en número relativo de internos, y en el que la duración media de la estancia en prisión al menos duplica a la de los otros grandes países europeos.
El texto que se prepara conduce a un derecho autoritario e irrespetuoso con las libertades individuales
En consecuencia, resulta obligado recordar una vez más que el Código Penal se ha convertido, en manos de nuestros agentes políticos, en un formidable instrumento de propaganda, con el que se encubren políticas defectuosas de cualquier signo mediante una desmedida explotación de emociones colectivas. Nada que ver con la ya olvidada consideración de este cuerpo legal como una constitución en negativo, que debía mostrar una estabilidad equivalente a ella a la hora de fijar sus principios y contenidos.
Entre los rasgos más sobresalientes del anteproyecto podemos destacar los siguientes:
Un salto cualitativo en la tendencia rigorista, ya perceptible desde hace tres lustros en nuestras leyes penales. Así, la gran mayoría de las modificaciones legislativas pretenden incrementar la presión punitiva, incluso cuando la exposición de motivos dice lo contrario. Además, algunas de esas decisiones de mayor severidad tienen un notable efecto expansivo, pues al fundarse en relevantes modificaciones del sistema general de penas o medidas de seguridad repercuten en un gran número de delitos.
Un recorte significativo de derechos constitucionalmente protegidos.Ello conduce hacia un derecho penal autoritario, en buena medida irrespetuosa con las libertades individuales. Las modificaciones en el sistema de penas, en su ejecución, y en las medidas de seguridad se desentienden de principios constitucionales como la prohibición de penas o tratos inhumanos, la orientación a la reeducación o reinserción social de los privados de libertad, y la presunción de inocencia, entre otros. Las modificaciones propuestas en delitos relativos al ejercicio de derechos fundamentales o delitos contra el orden público no respetan adecuadamente las libertades de expresión, manifestación, reunión y huelga, entre otros derechos fundamentales y libertades públicas. El tratamiento de los delitos tradicionales contra la propiedad, a pesar de las apariencias, se agrava notablemente, en contraste con el tratamiento menos severo que recibe la criminalidad de los económicamente poderosos, algo incompatible con el principio de igualdad.
Una asunción decidida del populismo a la hora de seleccionar y regular los asuntos a reformar. No parece exagerado afirmar que el texto proyectado adolece de un marcado oportunismo político, entendido en sentido peyorativo, instrumental para el logro de otros fines. Ello explica el especial énfasis puesto en sanciones penales potencialmente perpetuas, como la prisión permanente revisable o la custodia de seguridad; o el exagerado protagonismo otorgado a la peligrosidad de los delincuentes, con la introducción de medidas de seguridad tras el cumplimiento de la pena, la ampliación de la libertad vigilada, o la omnipresente elevación de las penas de prisión. Se puede fácilmente conectar todas estas decisiones a determinadas campañas mediáticas o presiones de grupos de víctimas, cuyas propuestas se aceptan sin ser sometidas a un debate que trascienda la indignación social e intente analizar sosegada y técnicamente las necesidades punitivas.
Una fundamentación mendaz de algunas modificaciones legislativas relevantes, y una instrumentalización de ciertas obligaciones internacionales. La pretendida eliminación de las faltas o infracciones penales leves, fundada en el principio de intervención mínima, en realidad encubre un muy significativo endurecimiento del tratamiento penal de la mayor parte de las conductas ahora constitutivas de falta.
Por otra parte, las profundas modificaciones propuestas en los delitos sexuales, los delitos de discriminación y el de negación de genocidio se intentan fundar en los compromisos adquiridos con una directiva y una decisión marco de la Unión Europea. Sin embargo, un análisis detenido de ellas muestra que se llevan a cabo ampliaciones de tipos delictivos y endurecimientos de penas no exigidos por esas normas europeas, que se desaprovechan las oportunidades que ofrecen esas mismas normas para ejercer la discrecionalidad nacional en un sentido menos punitivo, y que no se modifican preceptos preexistentes que superan en rigor a lo demandado por esas obligaciones internacionales.
Finalmente, un diagnóstico equivocado sobre las auténticas necesidades político-criminales. La realidad delincuencial española no precisa de un incremento global del ámbito de punición ni del arsenal punitivo, sino justamente su reducción; los datos de delincuencia y encarcelamiento así lo avalan. La decisión contraria, adoptada por el anteproyecto, de incrementar de modo generalizado la severidad penal está motivada decisivamente por prejuicios ideológicos, que han obstaculizado una correcta evaluación, no solo de la necesidad sino igualmente de la viabilidad de la reforma.
Instituciones como la prisión permanente revisable, la custodia de seguridad, la libertad vigilada, entre otras, demandan unos recursos personales y materiales muy elevados, que ahora y en el próximo futuro no van a estar disponibles. Ello apunta a que estaremos ante modificaciones legales en muchos casos simbólicos o aparentes, y generadoras de arbitrariedad en la selección de los limitados supuestos en los que realmente se apliquen.
Por lo demás, el incremento de la severidad ha vuelto a incidir especialmente sobre comportamientos delictivos mayoritariamente llevados a cabo por los sectores más desfavorecidos de la sociedad. Sigue pendiente la tarea de superar la parcialidad del actual Código Penal, que no se ocupa, o lo hace de una manera laxa, de comportamientos delictivos especialmente dañosos para la sociedad y llevados a cabo por los sectores más poderosos de ella. Las modificaciones propuestas en los delitos de naturaleza socioeconómica o en los relacionados con la colusión de intereses públicos y privados no responden a las expectativas ciudadanas, al ser de escaso alcance y no lograr revertir el tratamiento desigual aludido.
En suma, la política criminal española sigue estando encadenada a ensoñaciones de las que sacan provecho políticos poco escrupulosos. En un momento en que el conjunto de políticas públicas demanda neutralidad y racionalidad en el tratamiento de los problemas sociales, la política criminal persiste como paradigma del oportunismo.
José Luis Díez Ripollés es catedrático de derecho penal y miembro de la junta directiva del Grupo de estudios de Política criminal; Ramón Sáez Valcárcel es magistrado de la Audiencia Nacional y miembro de la junta directiva del Grupo de estudios de Política criminal.
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