sexta-feira, 24 de setembro de 2004

Política y política de nombramientos judiciales

Por PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ (magistrado)
em EL PAÍS - España - 24-09-2004

El autor señala que el CGPJ sigue en una crisis de deslegitimación, con fiel reflejo en el endémico desafecto de sus gobernados, los jueces.

El Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) es una institución francamente desafortunada. A casi 25 años de su despegue, continúa volando bajo, incluso con llamativos tumbos, en una permanente crisis de legitimación, con fiel reflejo en el endémico desafecto de sus gobernados, los jueces. Se trata de un hecho tan evidente que, como tal, nadie niega. Sólo ocurre que cada parte -política o judicial- implicada tiende a culpabilizar al contrario, perdiendo de vista que en la materia hay responsabilidades para todos.

En efecto, a partir de la entrada en vigor de la Constitución, ya el primer desarrollo legislativo atinente al CGPJ, debido a la mayoría del centro-derecha, se hizo con trampa, con el objeto de entregar la institución al núcleo duro de la judicatura transfranquista, que, así, pudo pilotarla de manera prácticamente hegemónica en su decisivo primer mandato. Esto fue posible merced a una ley ad hoc, que impidió al sector progresista dotarse de forma asociativa propia dentro de la legalidad para concurrir como tal a las elecciones convocadas; claramente, en favor de la Asociación Profesional de la Magistratura.

Así, la mayoría obtenida por ésta fue tan absoluta que acaparó todos los puestos de extracción judicial. Y sumada a la mayoría, asimismo abrumadora, del sector conservador en los de procedencia parlamentaria, dio lugar a un consejo de un único partido.

La mayoría socialista salida de las urnas de 1982 reaccionó frente a esto bajo la forma de lo que L. M. Díez Picazo ha calificado justamente de "represalia política", y que consistió en atribuir también a las cámaras la elección de los vocales togados. La medida tuvo de inmediato el efecto de revertir la situación en beneficio de aquélla, que, de este modo, se hizo fuerza hegemónica dentro de la institución y pudo disponer en exclusiva de los nombramientos judiciales, que era, al fin, de lo que se trataba. Es patente que en semejante modo de legislar no lució la finezza constitucional y tampoco la prudencia política.

Como se sabe y conviene recordar, el Tribunal Constitucional entendió que cabía una lectura de esta reforma compatible con el texto fundamental, pero vio en ella un peligro de difusión de la perniciosa dinámica partitocrática en el ámbito de la jurisdicción.

Las vicisitudes de estos años han confirmado las aptitudes proféticas de esa alta instancia, que, siendo tan clarividente, bien podía haber dejado de emular a Pilatos, decidiendo en otro sentido.

La nueva mayoría instalada en el Consejo a partir de 1985 no introdujo ningún cambio cualitativo en el modo de administrar los asuntos de la jurisdicción. Y, en concreto, en materia de nombramientos, que es la que aquí interesa, prevaleció el continuismo más absoluto en el método, que, en lo fundamental, siguió siendo de un puro decisionismo interesado y vertiendo al exterior a través de acuerdos igualmente inmotivados, con la sola obvia diferencia de que ahora favorecían a personas de otro perfil.

Si lo realmente perseguido en esta etapa hubiera sido, como se predicó con insistencia, reconducir las prácticas del CGPJ al álveo de la Constitución, haciendo brillar en ellas principios de esa matriz con objeto de dotarlas de real funcionalidad a la administración independiente de la justicia, lo habrían tenido fácil. Porque, en efecto, nada más sencillo para quien se halla en una posición fuertemente mayoritaria que cargarse de autoridad moral reglamentando la propia discrecionalidad, estableciendo parámetros tendencialmente objetivos de valoración de aptitudes y méritos, con objeto de premiar la profesionalidad bien contrastada y la demostrada sensibilidad en tema de independencia, al distribuir las presidencias y las plazas del Tribunal Supremo.

Pero nada de esto sucedió, sino que siguieron prevaleciendo actitudes inspiradas en razones de afinidad, política en último término, ajenas a aquellos criterios ideales. Sin que, por cierto, faltasen incluso situaciones de auténtico veto por motivos ideológicos. Todo con demoledores efectos de desmoralización en el universo de los jueces, que, con frecuencia, hallaron un antimodelo donde deberían haber gozado de un modelo de autonomía decisional, de racionalidad y equilibrio, apto para ser tomado como referencia en las propias actuaciones.

Así las cosas, es obvio que cada mayoría en el Consejo tendrá la concreta responsabilidad que le corresponda en función de la calidad de sus decisiones, pero, en términos explicativos, la raíz de formas de operar tan recusables está en la clase de política que los partidos mayoritarios han proyectado con insistencia sobre la institución, a través de la elección de vocales. Los partidos, que no las cámaras como tales, a las que no ha correspondido otro protagonismo que el consistente en dar sanción formal a decisiones preconstituidas en otras sedes. Por cierto, la primera entre todas la relativa a la persona del presidente, no obstante tratarse de un nombramiento de competencia del propio Consejo.

El caso del Pascual Estevill es paradigmático al respecto. Estos días alguien recordaba que el sector conservador del CGPJ del que formaba parte se manifestó a favor de su permanencia en él cuando ya estaba encausado, para no perder la mayoría. Es una verdad como un templo y, desde luego, está lejos de honrar a quienes, de este modo, dieron muestras de un pragmatismo tan alejado de los principios que generosamente invocan. Pero conviene recuperar toda la verdad de esta penosa historia, incluyendo el dato, bien poco edificante, de que cuando el partido de la derecha catalanista hizo uso de su cuota proponiendo como vocal al entonces magistrado de Barcelona, éste -al que tal formación conocía como nadie- se hallaba ya sabidamente bajo sospecha. Y no me consta que dentro del arco parlamentario alguien hubiera expresado públicamente su inquietud por las razones de preferencia tan singular como estupefaciente.

Este emblemático supuesto sirve para ilustrar de la mejor manera la clase de cultura sobre el papel del Consejo y del juez que ha irradiado (formalmente) desde las cámaras a la malhadada institución a lo largo de casi cinco lustros. Es la que traduce el nefasto paradigma de la distribución y apropiación proporcional de los puestos por los partidos más votados, cada uno de los cuales ha podido disponer, unilateralmente y con virtual exclusividad, de su parcela. Todo con el resultado de defraudar objetivamente el imperativo constitucional y de proyectar sobre el Consejo una dinámica tout court política, rigurosamente reñida con su papel institucional.

Sería ilustrativo, pero realmente no es necesario, hacer un recorrido por algunas de las incidencias concretas producto de tal peculiar modo de proceder. Que, con frecuencia, ha hecho de las vocalías del Consejo tanto una suerte de premio por servicios prestados en la política como el puente hacia destinos más interesantes dentro de ésta, confirmando el rango subalterno de la institución.

A partir de estos presupuestos, la idea de que la extensión del mismo requisito de una mayoría reforzada, que rige en la designación de los miembros del Consejo, al nombramiento de ciertos cargos judiciales, podría conllevar una atenuación del sectarismo que preside la política en acto en la materia, parece difícil de admitir. Desde luego, no producirá la reconversión moral del sistema, que es lo que hace falta. A lo sumo pondrá a funcionar también en este campo el criterio de cuotas, con cierta mayor proporcionalidad en la concreción de un mío/tuyo o para ti/para mí inspirados en razones de afección genéricamente política, con idéntico perjuicio para el valor independencia, siempre de escasísima cotización en ese peculiar mercado.

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