Perfecto Andrés Ibáñez (magistrado)
EL PAÍS - Gente - 06-11-2005
Hay momentos, de esos que solemnemente se acostumbra a calificar de históricos, en los que las personas y los grupos se sitúan por encima de sus posibilidades previsibles y dan a los propios actos una dimensión que trasciende el umbral de lo cotidiano y de lo que de ellos cabría esperar en términos de experiencia corriente. A la magistratura española del transfranquismo le cupo protagonizar una de esas situaciones el día de 1980 en que los recién elegidos vocales del primer Consejo General del Poder Judicial, en un pleno inaugural, decidieron elegir como presidente a Federico Carlos Sainz de Robles. Un magistrado profundamente atípico en el contexto: por ajeno a los medios de la oligarquía judicial del momento, por su excepcional formación humanística, por su sensibilidad democrática y por su probada capacidad de independencia, que encarnaba a la perfección el modelo ideal de juez constitucional.
Las circunstancias precedentes hacían imprevisible algo semejante. Por eso, el nombramiento de Sainz de Robles fue una verdadera sorpresa para los que le conocíamos de cerca y sabíamos de sus ejemplares actitudes profesionales y académicas, en particular las que tuvieron a Valladolid como escenario. Porque Federico Sainz de Robles, de hondas raíces madrileñas, pero ciudadano sin fronteras, vacunado por cultura de campanilismos, y sanamente agnóstico de cualquier otro patriotismo que no fuera el machadiano del trabajo y el inespacial de los afectos, derrochó en la ciudad del Pisuerga un magisterio de excepcional calado, en la jurisdicción y en la Universidad. En ésta se acreditó como enseñante por la calidad y amplitud de sus conocimientos, por su singular finura de jurista, y por su capacidad de comunicación. En tiempos de efervescencia política, un estudiantado nada propenso a sucumbir a los encantos de lo jurídico y con escasa fe en el derecho vigente, llenó siempre sus clases de administrativo.
En el desempeño de la jurisdicción, fue a romper con el tedioso estándar chatamente burocrático y formulario del discurso jurisprudencial al uso, sustituyéndolo por el terso y refrescante de su castellano libre en la expresión y artesanalmente trabajado, creando un estilo. Pero, sobre todo, demostró estar vacunado de cutres aspiraciones de carrera y profesar una fe de carbonero en los valores de la jurisdicción, que entonces no es que cotizasen, precisamente, en bolsa. Así, promovió decisiones incómodas, cargadas de razón, amparando derechos de cualificados exponentes de la oposición universitaria injustamente represaliados. Y, en señal de protesta, ante la presión intolerable del ministro de Justicia, pidió la excedencia y ejerció durante años como abogado.
Con este ethos humano y profesional, asumió la tarea no fácil de presidir ese primer Consejo, obligado a navegar en aguas que fueron turbulentas merced al influjo de una doble instrumentalización: la de la derecha judicial heredada, empeñada en cristalizar su posición de poder en el palacio de justicia y rentabilizarla políticamente, y la de la entonces nueva mayoría socialista, con demasiada prisa para respetar dentro de aquél las reglas del juego que había postulado en la oposición.
Sainz de Robles asumió con plena consciencia el reto envenenado de pilotar la defensa de la independencia judicial, claro valor en riesgo. A sabiendas de que, en tales circunstancias, el esfuerzo tenía bastante de suicida. Pero convencido de que, como la historia de estos años ha demostrado, lo que allí estaba en juego desbordaba el estrecho marco de la torturada coyuntura. Su acerada lucidez no le permitía ignorar que, en ese momento y en ese contexto, reclamar un espacio autónomo para el Consejo General del Poder Judicial y para la jurisdicción como instancia constitucional de garantía era presentarse ante la opinión mayoritaria como un resistente frente al progreso de la democracia. Pero lo hizo sin dudar un momento. Como tampoco dudó un segundo a la hora de hacer que la institución que presidía fuera la primera en publicar su lealtad constitucional en la difícil primera hora del 23-F.
Era su estilo. De hombre ferviente en la creencia. Tan firme en los principios como sanamente escéptico acerca de sus posibilidades de realización práctica y, sin embargo, firme en la voluntad y dispuesto a asumir el riesgo de padecer por ellos. Un ser humano de corazón grande, de impulso generoso, al que nadie que le haya conocido dejará de reservar un espacio en lo mejor de sus recuerdos.
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